Lupanar, palabra que significa prostíbulo y deriva de la voz latina lupa, que significa loba – sí, ‘loba’ como hoy en día se llama vulgarmente a las damas de largo recorrido sexual –. Pues, fue en la época en la que el latín reinaba, donde se acuñaron las terminologías que hasta el día de hoy se refieren a la prostitución. ¿Por qué? porque en la Roma antigua, la prostitución era un negocio habitual y bien organizado, ubicado, en su mayoría, a espaldas de una de las dos arterias más importantes de la ciudad, accesible al cliente de paso, señalizados por curiosos penes tallados en las losas del decumano, cuya punta indicaba la dirección que se debía tomar para encontrarlo. Es decir, si querías placer, “solo sigue al pene, y listo”.

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Debido a que en aquel entonces, la moral sexual no era la misma a la que se maneja en la actualidad, en la sociedad grecorromana el concepto de “pecado” y “homosexual” no existían, ni se contemplaba como un atentado moral la detestable pederastia o cualquier otra forma de placer sensual “inusual” a nuestros ojos. Por ello era ‘normal’ encontrar en estos lupanares chicos y chicas de cualquier edad al servicio de todo tipo de clientes, pues lo importante no era con quien te acostabas, sino qué rol jugabas en el acto: activo o pasivo. Al respecto, se cuenta que el mismísimo César levantó más sospechas de sus inclinaciones amatorias por como vestía que por sus evidentes arrumacos con otros hombres.

El lupanar promedio contaba con dos plantas, la superior dedicada a una clientela de mayor poder adquisitivo con una buena balconada desde la que las trabajadoras del amor seducían a los viandantes con sus propuestas y contorneos; y la planta baja, que tenía el espacio más limitado y estaba reservada para el uso de esclavos y proletarios (así se conocía a los ciudadanos sin propiedades que acababan criando vástagos con qué nutrir a las legiones, prole), en esta, había como máximo cinco fornices, nombre con que se conocía a las habitaciones de las meretrices, del que nace el verbo fornicar.

Si visitabas uno de estos locales de frenesí sexual, quien te daba la bienvenida era un Priapo de grandes proporciones – ajá, un pene gigante – quien esperaba erecto en el vestíbulo. Más adelante, se podía apreciar en la entrada de los fornices, pinturas mostrando las especialidades de sus usuarias, así el cliente sabía muy bien qué compraba. No era lo mismo una cuadrantaria (llamada así porque solo cobraba un cuadrante por sus servicios, una miseria), que una felatriz, especialista en una práctica que ninguna mujer u hombre digno de Roma realizaría en situación normal.

Y no solo la especialidad de la prostituta o prostituto era lo que hacía más o menos famoso al lupanar, sino también la diversidad de ellos. Generalmente no eran muchachas o muchachos libres y oriundos del terreno quienes se dedicaban a esto, sino esclavas procedentes de tierras exóticas con las que el leno (el propietario del negocio) obtenía mejores rendimientos. Un servicio normal en el siglo I d.C. podría oscilar entre los 6 u 8 ases, es decir, 2 sestercios (una copa de vino en una caupona costaba un as) Por ello, comprar en el mercado de esclavos bonitas esclavas britanas de piel clara y pelo cobrizo, morenitas atléticas de Nubia o rubias rollizas de la Galia era garantizar clientela y, por supuesto, unos buenos ingresos.

Por último, los lechos de los fornices eran de mortero y sobre ellos se colocaba un colchón de paja o plumón para hacer el acto más cómodo. Unas lucernas y una palangana para asearse era el único mobiliario que contenían. Como vemos, podrán pasar siglos y hay cosas que nunca cambian, sobre todo eso de “dejarnos guiar por el pene”.